“Yo sueño que estoy aquí
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi”.
La Vida es Sueño
Pedro Calderón de La Barca
Cuando
Pedro Loza despertó de un pesado sueño en el que se convertía en un monstruoso
insecto, su pecho al fin inspiró profundamente. Pulsó a tientas el buró de su
recámara y con el control remoto apagó la alarma de su televisor. El vapor de
agua lagrimeaba lentamente en el vidrio de la ventana mientras la madrugada se
esfumaba. Entonces se levantó pesadamente
y se dirigió al baño. Miró su desgastado
anillo de masón, eternamente calzado en su anular derecho. Habían pasado los
años por ambos, entre óxido del jinete metálico y las arrugas de la humana
montura.
Era
un lunes más, inicio de su
treintaicuatroavo ciclo escolar en su sesentaitresavo año de vida. No era un
día de euforia, sino un momento adocenado en su prolongada vida docente.
Las
motivaciones por iniciar eran mínimas, el cheque no llegaría sino hasta el 15
de septiembre, por lo que habría que resistir un largo mes sin cobrar.
Las
vacaciones arrancaron, como cada año,
junto con sus hijos hipsters, vividores e incultos, lo más reciente de
su patrimonio.
Préstame,
llévame, cómprame, págame y regálame fueron las llaves que desmoronaron la caja
fuerte en que había convertido con partisana austeridad hacia sí mismo. Fue la cultura del sacrificio, el ejemplo de
su padre, el que lo forjó así.
Es
que habiendo sido tan pobres en otros tiempos, los hijos y ahora los nietos se
merecen todo. Cada cuatro generaciones en la familia se derrumba el patrimonio,
fue la regla que le dijo su abuelo antes de morir.
Las
vacaciones siempre fueron el rencuentro con la construcción familiar, por eso
se refugiaba en su trabajo. Había tomado como costumbre narrar sus veranos y se
dio cuenta de que el asueto había determinado su vida. Las peores peleas, los
golpes más terribles y las mayores
pérdidas invariablemente se suscitaban
en los momentos de ocio.
Al
menos este año no había sufrido más, solamente su cartera vacía y algunas
peleas verbales le habían lastimado su
úlcera. Pero en el recuento de sus bendiciones celebraba que desde hace dos
años tenía que había conseguido su permuta desde San Lucas hasta Piedras de
Lumbre. Un pleito de faldas le había valido un castigo de diez años en el
marchómetro sindical. Nuevamente la sombra de su padre le permitió finalmente
obtener un espacio más cercano a sus hijos, su familia y sus muertos para
trabajar.
Ahora,
tras la reflexión matutina y el suspiro nostálgico, prosiguió la rutina de
siempre, ducharse con agua fría,
preparar el austero desayuno, fruta, granola y un poco de queso cottage,
para después salir del panal de viviendas-dormitorio en Indaparapeo para poder
arribar a la larga subida a Santa María.
En
la lista de pendientes de su tablero de corcho, destacan con papel
fosforescente los reclamos económicos producto de los compromisos económicos de
sus dos matrimonios anteriores, ambos con maestras normalistas por supuesto.
Tanto tiempo conviviendo en el aula, en la dirección y en los días de asueto
invariablemente terminan por enredar vidas y compartir saberes. Había sido
difícil dejar morir ambas relaciones que ya no aportaban en absoluto, por lo
que la soledad de su casa de interés social, adquirida con el tercer crédito
hipotecario de su vida le parecía mejor. Sin más, cierra la puerta y se marcha
en su auto.
Los
meniscos de la rodilla izquierda se lastiman después de presionar el
clutch más de ochenta veces esos
cuarenta y cinco minutos que hay que aburrirse en esa larga fila de vehículos.
Con los pesados lentes calzados en la nariz es impensable osar rebasar como
algunos imprudentes lo hacen constantemente.
Una
vez más, es momento de cruzar esos metros de terracería y arribar al
estacionamiento, en cuya puerta saluda a todo mundo el viejo Don Peter, el
conserje, quien a estas horas de la mañana, aterido de frío aparenta sobriedad.
Ujier y brazo armado de la protesta, más que servir parece pasar lista, por lo
que siempre es el primero en estar presente en la puerta de malla ciclónica,
vigilando con celo su rebaño de ganado gremial.
Después
de alejarse de la incómoda mirada, procede estacionar el auto subcompacto que
renueva cada cuatro años desde hace más de cuatro lustros.
La
gasolina ya no permite motores como los de los tiempos de Vanguardia
Revolucionaria.
Incorporándose
lentamente desciende del vehículo, sintiendo en los tobillos la irregularidad
de la grava que le falsea la postura vertical. Su zapato de suela de goma
patina un poco hasta que finalmente se estabiliza. Acude a la cajuela y toma su
viejo portafolio de gastada piel, que se cuelga con resiliente gallardía al
sentirse observado.
Acude
directamente al patio cívico para tomar un lugar hasta delante de los niños y
guiarlos entre las notas del himno nacional. El viejo cuero del morral se
arruga bajo el brazo del maestro rural, quien con el pecho henchido de emoción
canta “un soldado en cada hijo te dio”. La lírica de Bocanegra sigue
estremeciendo a quien lo evoca ritualmente al menos 60 veces al año.
Las
palabras de bienvenida son insufribles. La participación del nuevo presidente
de la asociación de padres de familia, invitando a comprar en la cooperativa y
sui perorata haciendo una torpe apología del alto precio de los refrescos
enlatados es insufrible. 20 minutos bajo el sol y empiezan a notarse los
estragos que el involuntario ayuno hace sobre los niños más depauperados.
Finalmente,
se termina el suplicio, la posición de descanso se convierte en lenta
conducción de noveles escolapios de cuarto grado.
Y
cuando llegó al aula, recordó el sueño matutino. El infierno debe estar plagado
de paralelos. La maldita estrella roja en la boina de un barbado ícono hipster
sudamericano le jugaba una mala pasada: un adusto amigo de don Peter estaba
ahí, impartiendo clases. Los replicantes de funciones habían vuelto a atacar.
Sin darse cuenta, sus compañeros comenzaron a acercarse con mórbida intención
de saborear el festín de la reyerta. La permuta no había sido del todo gratis.
La venganza de su exmujer aparece cual Martini seco, deliciosamente fría.
El
viejo Pedro les increpó: -Usted salga del salón, yo soy el maestro y este es mi
grupo.
Por
toda respuesta recibió la sonora exclamación:
- Chúpame la pirinola, pinche viejo.
- Esto es un atropello-, reclamó
nuevamente y enarboló el borrador, sin darse cuenta de que los guaruras del
Chango Ortega, solícitos y diligentes, lo habían ya tomado de los brazos. Acto
seguido le respondieron con mayor dureza, tenían órdenes y el antecedente de
quién se trataba, por lo que no anduvieron con miramientos. Le espetaron:
- Chinga tu madre, vetarro. Y recibió la
primera patada en el escroto. Al caer al piso, todo se sucedió
atropelladamente. Los cholos con plaza docente agolpados afuera del
estacionamiento habían entrado deseosos de patear el cráneo de quien los había
denunciado durante décadas.
- Ya estuvo, ya estuvo, ya lo
madrearon-, gritó una gangosa voz con
acento calentano. Se trataba del anciano
Chango Madrigal, quien en silla de ruedas había hecho acto de presencia
para cobrar una venganza jurada hace treinta años, cuando lo envió a prisión
por haberle desenmascarado un fraude.
En
el piso, entre tierra, revolcado y con el rostro desfigurado, yacía Pedro Loza,
quien cayó en intenso sopor, mientras filmina tras filmina recorría azarosa su
memoria, como buscando el error cometido, el último fracaso que había
desencadenado la reverenda madriza recién recibida. Si tal vez habrías nacido
verdaderamente, habrías escogido otro destino, pero la impronta de las
decisiones automáticas se agolparon como una combinación perfecta en un tablero
de ajedrez mientras el vapor de la sangre manando por la nariz empañaba esos
gruesos lentes.
Cuando
despertó del torvo sueño en el que había sido convertido en pera de box, a
pesar del dolor descubrió que no había sido para tanto: un par de costillas
rotas, el rostro lastimado, una nariz entablillada y unos lentes rotos, pero el
suplicio de no encontrar las respuestas a preguntas esenciales, de no haber
sido capaz de vislumbrar por qué perdió todo y tuvo que aceptar trabajar dando
clases en una primaria, por qué está ahora radicado en una mala historia el que
el final le resulta amargo cuando después de todo se burló durante décadas de
lo que ulteriormente se convirtió en un destino manifiesto, recibiendo la
sardónica herencia de la plaza de su padre, fallecido entre cuitas
inconsolables por su hijo más vulnerable, atribulado por no saber cómo lograría
que aquel joven soberbio aceptase tomar un empleo seguro que le alejaría de ser
desechado por los empresarios que lo manejaron a placer para ir en contra de su
propia sangre, origen y cuna. Fue necesaria una mascarada para que la aceptase
sin darse cuenta, e inevitablemente terminó comiendo del camino que su padre le
marcó.
Nunca
entendió por qué el tiempo se aceleró en su vida y fue incapaz de interpretar
tal velocidad de acontecimientos, en los momentos en que empezó a vivir mecánicamente.
Súbitamente recordó aquella iniciación que recibió hace muchos años, cuando
intentó ser masón, como Juárez y Morelos. Fue cuando se sumó al grupo de los supervisores
y jefes de sector, que lo invitaron a ser iniciado y un dineral le cobraron.
Asimismo, una pistola en la cabeza le pusieron, pero no lograron evitar que
dejara de burlarse de ellos. Jamás dejó de carcajearse a pesar de las promesas
de oropel que le realizaron. Y tal vez por eso nunca progresó en el Arte Real.
Insoportables le resultaron las prácticas de nigromancia y de oratoria placera,
teniendo que aprender a permanecer cual cuervo embalsamado estáticamente
imperturbable mientras los oradores en turno se sucedían uno tras otro en esas
terribles tenidas. Tal vez el error estuvo ahí: en haber aceptado ingresar a
donde nunca debió, en donde aprendió la irrealidad de lo cotidiano y lo
simbólico de lo perenne. Tal vez porque sabe que volverá a nacer incontables
ocasiones y que todo dolor es pequeño, se levantará una vez más de haber sido
vapuleado.
Dicho
y hecho, dos días después, al presentarse con sumisión al plantel, sus
tumultuarios verdugos le permitieron tomar sus pertenencias, y le sugirieron
empezar de nuevo junto al basurero al aire libre. Es decir, construir, como hace treintaitrés años un
cuartucho de palitos para que ahora será el Cuarto “C”. Algún día logrará recuperar la credibilidad e
imagen, reunir una vez más, alumnos entre los niños de la calle, entre los
franeleros y los hijos de las prostitutas, para poder ejercer la maestría,
demostrar en su gratuita oferta de enseñanza que a pesar de cambacear, sigue
siendo todo un experto en el tema educativo.
A
la mañana siguiente, el intenso olor de la costera y las corcholatas con clavo
en medio regresaron a su memoria una vez más aquel copal que taladraba su nariz
cuando estaba encapuchado y atado en un cuarto de reflexiones. Cuando pensaba
cómo se acabarían su días, cuando escribía su testamento pensando en sus hijos.
Justo rompió él mismo su expediente de la logia la última vez que fue
Secretario y la ira lo encegueció al estar fresca la memoria de la segunda ocasión en que le arrojaron sus
propios hijos sus maletas a la calle.
Así,
a pesar de los taladrantes recuerdos de volver a comenzar, de vivir una maldita
vida palíndroma, concluyó su obra colocando un pedazo de cartulina naranja con
marcador señalaba el destino. Mientras tanto, enfrente, hablaban de “consignas
políticas”. Don Peter, el amigo del Chango Ortega señalaba que nada ha
cambiado, que sigue existiendo un Michoacán paralelo, el de los migrantes, el
del narco sevicia, el de los niños de la calle, y que en el turno de la tarde,
el chueco cuartucho servirá de calabozo para los alumnos que se porten mal.
Pedro
no ha construido el cuarto “C”. El sin saberlo ha construido al Cuarto “CNTE”,
en donde los deseos de miles de personas deseos son abortados. No, dirán sus
voces internas, no es tampoco el cuarto CNTE, es el Cuarto de Reflexiones, del
que nunca terminé de salir. Tampoco es Pedro Loza, sino soy yo, quien teme al
final del día no haber entendido en absoluto qué es ser iniciado, qué es ser un
maestro, qué es ser un insecto inmóvil en la cama de un viejo hospital. El
miedo a poseer la amargura de ser un hombre frustrado, ser un maestro que no
pudo ser un aprendiz auténtico, que no tuvo el valor de trascender la pesada
losa de los dueños de un masonismo que nunca fue masonería, de contemplar el
éxito ajeno en lugar del esfuerzo propio para dejar de ser el aprendiz de
hombre en que puedo llegar a convertirme si estoy dispuesto a vivir
intensamente el sendero que está dispuesto.
Debe
para ello morir el fantasma de convertirme en un triste vector que suma al
equilibrio de un sistema en el cual
tarde o temprano somos sacrificables, prescindibles, humo opaco en el que solamente unas paredes, y
unos clavos mal puestos en la madera de la edificación del sistema podrán
resentir nuestro hollín.
Morir
a la muerte en negativo, que necesariamente implica ver desfallecer la mirada
de perro viejo de tus seres queridos mientras te sientes sucumbir en la
tristeza de una existencia vacía. Kafka no conoció las jubilaciones ni las
muertes de generaciones concatenadas por la imposibilidad de lograr la
felicidad o alcanzar la trascendencia humana. Para él ni para quienes porten
una venda en los ojos la vejez tampoco logrará desenmascarar el vacío de la
alteridad exitosa y en un espacio imposible de ocupar.
Un transgeneracional
destino fracasado, una frustración global, vivir sin sentir, aspirar sin
lograr, no obtener ni siquiera el mejor esfuerzo de uno mismo. Todo eso es lo
que quisiera hacer morir antes de que el destino me vuelva a alcanzar, como en
el primer tercio de mi vida. A eso y más debo enfrentarme, a un destino
paralelo que pudiera volverse realidad cuando menos lo parezca. Morir es dejar
de ser para vivir por los demás, dejar de educar para solazarme con el aprendiz
timorato, dejar de enseñar para aprobar y ser aprobado, pensando en que el
esfuerzo, aunque sea sordo y gris, es insensato cuando lastima la lección por
aprender.
Eso
y mucho más quiero que muera, para poder guardar el luto y respeto que me
merece mi propio miedo, para poder sobreponerme a la inmanencia del fracaso,
del destino trunco, de un sueño americano que deviene en pesadilla mexicana.
Or:. de Morelia, Michoacán, a 10 de
noviembre de 2012, E:. V:.
Frat:.
MDP
¡Es Cuanto!