La Cena de Emmanuel.
La noche descendía sobre la ciudad mientras
Emmanuel, Caballero Rosacruz del Grado 18° del Rito Escocés Antiguo y Aceptado,
ajustaba su collarín encarnado sobre su pecho.
Este no era un jueves cualquiera; era Jueves
Santo, el más próximo a la luna llena en Aries. Por más de veinte años, desde
2005 para ser exactos, había sido convocado a la Cena Mística anual, asistiendo
en algunas ocasiones y en otras no; pero cada vez sentía el mismo
estremecimiento.
El Capítulo Rosacruz había sido meticulosamente
preparado: mantel blanco cubierto por otro de seda roja, candelabros dispuestos
según la geometría sagrada, el pan ázimo, sin levadura, el vino tinto en copa
de cristal, y en el centro, una rosa fresca de intenso color carmesí.
Mientras se dirigía al templo, recordaba las
palabras de su padrino iniciático: "La Cena Mística no es una simple
conmemoración; es la manifestación viva del dogma rosacruz." En efecto,
durante esta ceremonia, el dogma abstracto del Grado—la búsqueda y recuperación
de la Palabra Perdida, la regeneración espiritual, la Trinidad como fundamento
del Universo y el amor como ley suprema— tomaba forma tangible.
El pan y el vino no eran meros símbolos, sino
vehículos de transformación que, transustanciados materializaban aquella
antigua máxima hermética: "Como es arriba, es abajo".
Esta noche, una vez más, los Caballeros
Rosacruces y de grados superiores de aquella ciudad latinoamericana, una de las
más violentas del planeta, abandonarían momentáneamente el mundo profano para
entrar en comunión con lo eterno.
Al entrar en el templo, Emmanuel sintió
inmediatamente el cambio en la atmósfera. Los hermanos, vestidos con sus
paramentos de Caballeros Rosacruces, guardaban un silencio solemne.
El Doctísimo Maestro, desde el Oriente, con su
joya del pelícano brillando sobre el pecho, daba inicio al ritual.
La Cena Mística no era una mera extensión de la
ceremonia de iniciación, sino su culminación cíclica.
Si en la iniciación el candidato pasaba del
luto a la transformación y finalmente a la celebración, esta noche representaba
ese tercer momento de consumación y renovación.
Lo que en el ritual de iniciación había sido
individual, ahora se transformaba en experiencia colectiva. Las luces,
estratégicamente distribuidas, proyectaban sombras danzantes sobre los muros
del recinto consagrado como templo.
El incienso de sándalo impregnaba el ambiente. "Hermanos míos," comenzó el Doctísimo Maestro, "nos reunimos como lo hicieron los antiguos rosacruces, para renovar nuestros votos y experimentar la comunión espiritual."
Emmanuel recordaba vívidamente su propia
iniciación: la cámara negra, los viajes simbólicos, el hallazgo de la Palabra
encarnada en su propia dignidad y el despertar de su conciencia a lo largo del
escocismo.
Pero esta ceremonia anual trascendía aquel
momento, actualizándolo y dotándolo de nueva vida. Aquí, el simbolismo que
había aprendido intelectualmente se convertía en experiencia viva, en una
alquimia que transformaba su propio ser.
La disposición de la mesa no era casual.
Emmanuel, sentado en uno de los ángulos, comprendía que esta geometría
manifestaba los aspectos esotéricos más profundos del Grado18°. El triángulo,
figura perfecta, representaba la trinidad divina y los tres pilares
fundamentales: Sabiduría, Fuerza y Belleza; ahora expresados como Fe, Esperanza
y Caridad.
El pan y el vino sobre la mesa encarnaban la
transmutación alquímica: lo material convertido en espiritual. La fecha misma,
Jueves Santo, no era arbitraria sino una alineación consciente con corrientes
cósmicas específicas, cuando el velo entre mundos se adelgazaba.
Cuando se elevaron las copas, se hacían votos
por la regeneración universal. El momento para pronunciar las palabras sagradas
se aproximaba. Emmanuel sabía que no eran meros sonidos, sino vibraciones que
activaban correspondencias superiores. La rosa en el centro de la mesa, símbolo
del renacimiento y la belleza perfecta, emanaba un sutil perfume que parecía
intensificarse con cada fase del ritual.
Los candelabros, correspondientes a las
virtudes y a los centros energéticos del ser humano, proyectaban una luz que
parecía palpitar al ritmo de los corazones presentes. Este era el momento en
que la alquimia espiritual del Grado se manifestaba en su forma más pura y
potente.
El Doctísimo Maestro elevó la copa con vino y
el pan, pronunciando palabras que resonaban con la última cena de los antiguos
misterios. Emmanuel percibía cómo los aspectos exotéricos del Grado—aquellos
que podían ser explicados y compartidos con el mundo exterior— cobraban vida en
este ritual.
La fraternidad no era aquí un concepto
abstracto, sino una realidad palpable en la comunión de estos hombres reunidos
sin distinción de rango o posición social. La caridad, otro pilar exotérico del
grado, se materializaba en la colecta que se realizaría para los necesitados,
mediante el Saco de Beneficencia, recordando que el conocimiento sin acción
benéfica era estéril.
La tolerancia, tan central en la doctrina
Rosacruz, se evidenciaba en la presencia de hermanos de diversas creencias
personales, unidos bajo un simbolismo trascendente. El compromiso social de los
Caballeros Rosacruces, su responsabilidad de trabajar por una humanidad más
justa se renovaba en cada palabra compartida. En las alocuciones litúrgicas se
hacía referencia constante respecto a que nuestro trabajo no termina entre
estos muros. Emmanuel asintió. La verdadera labor del Caballero Rosacruz
comenzaba precisamente al salir del templo, llevando consigo la luz recibida
para compartirla con un mundo necesitado.
Cuando el pan fue partido, el cordero repartido
y el vino bebido, Emmanuel percibió cómo los aspectos trascendentes del Grado
18° se manifestaban plenamente. El tiempo ordinario parecía suspendido;
existían ahora en un tiempo sagrado, un eterno presente donde pasado y futuro
convergían.
La compartición del pan y el vino facilitaba
una apertura hacia dimensiones que trascendían lo meramente físico, conectando
simultáneamente los planos material, emocional, mental y espiritual. Esta era
la verdadera "renovatio mundi", la renovación del mundo a través de
la regeneración interior.
Emmanuel sentía una profunda comunión no solo
con sus hermanos presentes, sino con todos los Caballeros Rosacruces que habían
participado en este ritual a través de los siglos, como si las barreras
temporales se disolvieran momentáneamente.
"Somos uno con la tradición eterna,"
murmuró el hermano sentado a su derecha, como si hubiera leído sus
pensamientos. La rosa parecía ahora más resplandeciente, no por efecto de la
luz exterior, sino por una luminosidad que emanaba de su propia esencia,
simbolizando el corazón divino del universo que late en el centro de toda
manifestación.
El simbolismo del grado, que Emmanuel había
estudiado durante veinte años, cobraba ahora una dimensión experiencial. La
mesa triangular representaba la tríada divina que se encuentra en el corazón de
todas las tradiciones espirituales. El pan y el vino, más allá de su evocación
cristiana, simbolizaban respectivamente la Rosa y la Cruz, la unión perfecta de
lo divino y lo humano, del espíritu y la materia.
La rosa en el centro encarnaba el corazón
espiritual del ritual, punto de convergencia de todas las energías invocadas.
Las luces correspondían a las virtudes fe, esperanza, caridad, fortaleza,
justicia, templanza y prudencia, pero también a los siete centros energéticos
del ser humano según las tradiciones esotéricas.
Los manteles superpuestos, blanco y rojo,
manifestaban visualmente la transición desde el luto y la oscuridad hacia la
regeneración y la vida. La fórmula I.N.R.I., visible en el Oriente, presidía la
ceremonia como clave de la transmutación espiritual: Ígnea Natura Renovatur
Integra (Por el fuego se renueva íntegramente la naturaleza). Cada objeto, cada
gesto, cada palabra en este ritual estaba cargado de significados que se
desplegaban en múltiples niveles según la capacidad de comprensión del
iniciado.
Mientras compartían el alimento sagrado,
Emmanuel reflexionaba sobre cómo la Cena Mística encarnaba perfectamente las
enseñanzas morales del Grado 18°. La fraternidad no era un concepto abstracto
sino una realidad vivida en la compartición del pan y el vino. La igualdad se
manifestaba en la participación de todos los Caballeros en idénticas
condiciones, borrando momentáneamente las jerarquías del mundo exterior e
incluso las del propio sistema masónico.
La humildad se practicaba en el servicio mutuo,
recordando las palabras: "El más grande entre vosotros que sea el servidor
de todos." La templanza se ejemplificaba en la moderación con que se
participaba del alimento y la bebida, simbolizando el dominio de las pasiones.
La responsabilidad se distribuía entre todos los participantes, cada uno
cumpliendo una función específica en la preparación y desarrollo del ritual.
Y finalmente, al compartir este momento
sagrado, cada Caballero renovaba tácitamente su compromiso con la defensa de la
verdad y la justicia en el mundo.
"Que este alimento fortalezca no solo
nuestros cuerpos, sino principalmente nuestros espíritus para la gran obra que
nos aguarda," se declaró solemnemente desde la oratoria.
El silencio que siguió a la compartición del
pan, el cordero y el vino no estaba vacío, sino preñado de significado
filosófico. Emmanuel percibía cómo la doctrina del Grado se traducía en
experiencia viva. La mesa ritual, con su disposición geométrica precisa,
reproducía la estructura del cosmos y del ser humano, materialización del
principio "como es arriba, es abajo; como es adentro, es afuera".
Cada elemento del ritual correspondía, por
analogía, a una realidad superior, creando un puente entre lo visible y lo
invisible. Las diversas tendencias filosóficas representadas por los hermanos
presentes —algunos más inclinados hacia el hermetismo, otros hacia la cábala,
otros hacia el gnosticismo, otros católicos practicantes— se armonizaban en
esta experiencia compartida, manifestación de la reconciliación de opuestos tan
central en la filosofía rosacruz.
La belleza del ritual, con su cuidada estética,
expresaba la armonía cósmica, recordando que lo bello es un reflejo de lo
verdadero. Las interpretaciones del ritual variaban según el nivel de
comprensión de cada Caballero, testimonio de la naturaleza multidimensional de
la verdad. Y en última instancia, esta ceremonia representaba un paso más en el
camino de retorno a la unidad primordial, la reintegración espiritual que
constituye el fin último de la evolución humana.
En un momento específico del ritual, todos los
presentes se pusieron de pie y formaron un círculo perfecto alrededor de la
mesa. Emmanuel sabía que este era el instante en que la Cena Mística
complementaba las prácticas esotéricas individuales que cada Caballero
realizaba en su vida cotidiana.
El silencio meditativo que se instauró potenciaba la concentración colectiva, creando un campo de resonancia espiritual. Los símbolos cuidadosamente dispuestos facilitaban la visualización del templo interior, aquel espacio sagrado que cada iniciado construye en su propia conciencia. El ritual progresaba simbólicamente a través de los colores alquímicos: negro, la materia prima, la ignorancia inicial; blanco, la purificación, la iluminación y rojo, la culminación, el conocimiento transformador.
La
disposición circular de los participantes alrededor de la mesa triangular
creaba un vórtice energético, canalizando fuerzas sutiles. Las lecturas
compartidas de textos herméticos y gnósticos de tantos años ahora activaban
capas profundas de la psique. Y ahora llegaba el momento culminante, donde cada
palabra se convierte en claves vibratorias que, comprendidas y asimiladas,
producen una verdadera transformación en la conciencia del iniciado.
Emmanuel sentía cómo la vibración de estas
palabras resonaba no solo en el espacio físico sino en dimensiones más sutiles.
Todo masón escocés sabe que, durante la Cena Mística, las palabras sagradas
adquieren una potencia especial, activando correspondencias cósmicas.
La cena es una representación de la palabra
encontrada, del Cordero hecho hombre, del pelícano desprendiéndose de su propia
carne, que simboliza la culminación del proceso de búsqueda iniciado en el
Grado de Maestro Masón, lo cual es ahora dramatizado colectivamente,
multiplicando su resonancia espiritual.
Esta evocación ritualista simultánea conecta a
los participantes con la cadena iniciática ancestral, con todos aquellos que
habían pronunciado estas mismas palabras y representado las mismas alegorías
cósmicas a lo largo de los siglos. Las palabras trinitarias eran relacionadas
con los tres elementos fundamentales del ritual: el pan, el vino y el cordero,
simbolizando cuerpo, alma y espíritu.
Emmanuel pudo notar que, hay aspectos muy
específicos que solo se pronuncian en este ritual anual, preservando así su
potencia y sacralidad. "Las palabras son semillas," había dicho una
vez su padrino de iniciación, "que plantamos hoy para que fructifiquen
durante todo el año masónico."
Cuando la ceremonia se aproximaba a su
conclusión, Emmanuel reflexionaba sobre cómo la Cena Mística encarnaba
perfectamente la mónita o instrucción secreta del Grado18°. Este ritual
transformaba el conocimiento teórico recibido durante la iniciación en experiencia
vivida, en sabiduría encarnada.
Materializaba la conexión con los Maestros que
habían precedido a los presentes en la cadena iniciática rosacruz, creando un
puente a través del tiempo. El carácter reservado de la ceremonia, limitada
exclusivamente a los iniciados en el grado, preservaba su naturaleza esotérica
y su potencia espiritual.
Al vivirlo plenamente, Emmanuel cayó en la cuenta de que, quienes diseñaron esta cena cardinal en el escocismo, insuflaron que la familiaridad con este ritual permitiría a los verdaderos poseedores del Grado reconocerse mutuamente más allá de diplomas o medallas.
Cada celebración anual revelaba nuevos niveles
de comprensión, según la evolución personal de cada Caballero, demostrando el
carácter progresivo e inagotable de la tradición rosacruz. Este ritual
equilibraba perfectamente la experiencia mística interior con su manifestación
exterior, el conocimiento con la acción, la contemplación con el servicio. Y
finalmente, conectaba a cada participante con la memoria ancestral de la
tradición rosacruz y su misión espiritual: la transformación del mundo a través
de la transformación del individuo.
Finalmente, se despidieron, con un “hasta el
próximo año, hermanos míos, cuando la rosa florezca nuevamente”, partiendo los
obreros contentos y satisfechos.
Mis hermanos, hoy y siempre vayamos como
Emmanuel, resignificando nuestras cenas pasadas, presentes y aspirando a nuevas
experiencias simbólicas de nuestra comunión espiritual, porque en ellas reside
el basamento de nuestra fe masónica, entreverada con la espiritual y con el
motor de nuestra trascendencia humana, la llama de nuestra propia dignidad, de
nuestra votiva iniciación gnóstica, que nos hace transitar desde el dominio de
nuestras pasiones hasta la aspiración de contribuir al orden supremo desde el caos
terreno.
F R A T E R N A L M E N T E
Il.·. y Pod.·. Masón de Pants.
VV.·. Y CCAMP.·. DE MORELIA, MICHOACÁN DE OCAMPO,
A 17 DE ABRIL DEL 2025, DE LA E.·. V.·.
¡Es cuanto!
No hay comentarios:
Publicar un comentario